Desde los años 60 y 70 del siglo XX se viene planteando
desde algunos sectores la existencia de una crisis de la
representación política. La valoración de esta crisis, y con ello las posibles
medidas a tomar, puede verse desde perspectivas diferentes.
En esta primera entrada voy a discutir la perspectiva de Giovanni Sartori, politólogo y profesor emérito de la Universidad de Columbia, a partir de sus textos ¿Hay crisis de la representación? y En defensa de la representación política
Sartori
hace énfasis en que lo que se
ha perdido ha sido la calidad
de la representación. Para este autor el elemento fundamental en la
representación es la búsqueda de lo general y el alejamiento de los
intereses localistas. La representación debe dirigirse desde el
interés de la totalidad y los representantes no pueden estar
sometidos a mandatos imperativos, ya que así no pueden adaptarse a las
circunstancias en beneficio de la totalidad. Cada vez hay más
personas a las que representar y un mayor número de asuntos a
tratar, por lo que es difícil establecer una representación fiel y
particular. Cuanto más se atiende a las demandas de la ciudadanía
menos responsables son las decisiones. Los representantes han pasado
de gobernar pensando en la totalidad y en la calidad del gobierno a
centrarse en “la cantidad”, intentando obtener el máximo número
de votos asumiendo cualquier coste y adaptándose a las tendencias
del electorado. Según Sartori los electores no buscan el interés
público. Por consiguiente, la forma de afrontar esta crisis es centrarse en
cómo garantizar la calidad, las buenas formas de representación, y
no en proporcionar mecanismos de participación directa de la
población. Buscar una democracia más participativa llevaría a que
prevaleciese el “desinterés público” de los electores.
Es cierto que la calidad es más importante que la
cantidad y que muchas veces el criterio de la mayoría no tiene por
qué ser el acertado. Asimismo, en nuestra realidad cotidiana podemos ver que la forma de ejercer la representación política es cuestionable (no sólo en las altas instancias). No obstante, la posición de Sartori asume dos
supuestos sin apenas justificarlos. El primero es que el electorado
no tiene criterio general y sólo buscaría la defensa de intereses
particulares dejando de lado lo común. Sea esta afirmación más o
menos ajustada a la realidad, lo cierto es que no puede sustentarse
más que en un prejuicio sobre cómo es la ciudadanía. Difícilmente
podemos saber de forma empírica si toda la ciudadanía tiene o no un criterio sobre el
interés común y si tomaría sus decisiones teniendo en cuenta este
factor. Además, tampoco podemos saber si con la educación y con la
información adecuada sectores mayoritarios de la ciudadanía podrían
de hecho formarse ese criterio y aplicarlo. Precisamente la
democracia se sustenta en parte en asumir una capacidad y un criterio
mínimo por parte de la ciudadanía.
El
segundo supuesto que creo que asume Sartori, complementario con el anterior y
que no está expresado, sino que más bien está implícito, es el
hecho de que los representantes sí que pueden tener un criterio general y
son capaces de dejar de lado los intereses particulares y velar por
la totalidad. Si asumimos este argumento, creo que entramos en un
camino en el que debemos mirar todas las opciones con cautela. Por un
lado, si los representantes salen de la ciudadanía en general,
deberíamos pensar en consecuencia que los representantes tienen las
mismas cualidades que el resto de la ciudadanía. Si pensamos como
Sartori que la ciudadanía sólo puede apoyarse en el “desinterés
público”, entonces todos los representantes tenderán a buscar los
intereses particulares, generando luchas localistas y rompiendo los
vínculos e intereses de la totalidad. Por otro lado, para pensar que
los representantes sí que son capaces de centrarse en el interés
común, debemos pensar que o bien son ciudadanos “fuera de lo
común” y que sobresalen y son elegidos por su criterio y su
capacidad general, o bien reciben una formación excepcional que les
permite desarrollar dichas habilidades. Lo cierto es que la formación
de los representantes políticos, al menos hasta una edad avanzada,
no presenta en general aspectos específicos o muy distintos de los
del resto de la ciudadanía. En consecuencia, nos quedaría asumir
que los representantes suponen una masa preseleccionada de personas
con virtudes y conocimientos superiores al del ciudadano común. La
única forma de que esta concepción no derivase en una oligarquía o
en un gobierno aristocrático, sería pensar que los procesos de
filtración y selección que hacen que los representantes políticos
lleguen a ser candidatos y luego sean elegidos es
un proceso de características excepcionales, donde se da un
conocimiento directo de las competencias y los valores y virtudes de
estos. Esto quizás sería viable en elecciones de pequeñas
localidades. Sin embargo, en sociedades a gran escala como las
nuestras no es posible y el proceso por el que las personas llegan a
ser representantes es bastante opaco y está muy supeditado a la
pertenencia y la posición dentro de un partido político.
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